5 de mayo de 2014

Lo mismo que tú

Un gato venía a la casa, un día sí y otro también.
Era hermoso, color gris con manchas negras, atigrado.
Los ojos de un gris profundo y el maullido ligero.
Se paseaba por el techo de la fábrica de a lado, y luego con la agilidad que caracteriza a los felinos, se balanceaba por la orilla de mi barda de ladrillo rojo. 
Las primeras veces no se me acercó.
Sólo me observaba, echado en la barda. Con las patas delanteras colgando.
Cuando quería acercarme, se levantaba y emprendía la huída, por el techo de lámina de esa fábrica abandonada.
Al tercer día me aceptó algo de comer. 
Al día siguiente me dejó acariciarlo.
Con el pasar del tiempo, se empezó a frotar contra mis manos, mis piernas, mi rostro.
Ese gato me había hecho de su propiedad.
Se pasaba aquí casi todos los días.
Semanas. 
Meses.
Sus ausencias empezaron a hacerse menos prolongadas.
Le compre una caja de arena, no muy grande, pero tampoco pequeña.
Cuando empezaron las lluvias, se hacía un ovillo en mi cama, ronrroneaba y se quedaba dormido. 
Nos quedábamos dormidos.
Empecé a pensar que debería ponerle nombre, vacunas y un collar con una placa.
Así que hice lo que tuve que haber hecho desde el principio y adopté a ese gato. 
Le puse sus vacunas, compre una caja de arena más grande y le grabé una placa con su nombre: Miso.
Éramos muy felices.
Luego desapareció. 
Me regresaron la placa a los tres días.
Resulta que se llama "Tigre" y ya tenía una familia. 
Sólo venía aquí buscando lo que no tenía en su casa.
Pinche gato, me hizo lo mismo que tú.

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