Llueve. Y ya estaba lloviendo cuando llegué.
Hace frío y tengo hambre.
Cosas que a nadie le importan.
Siempre son cosas que a nadie le importan.
Por eso no hablo mucho.
Nunca sé bien qué decir y todo el tiempo estoy nervioso.
Todo el tiempo hay personas que hacen que me sienta mal por eso, no es que se lo propongan, o quizás sí se lo proponen, pero trato de no preocuparme. A veces conozco gente que hace que todo sea más sencillo, más llevadero, más agradable. Personas que llegan de la nada cuando me ven en un rincón o sentado solo en una mesa y tratan de hablarme, pero siempre estoy nervioso y nunca sé qué decir.
La última que lo hizo fue una chica.
Una chica muy bonita.
Ojos grandes, labios pintados, piernas largas y linda sonrisa.
Llegó y me habló.
Yo quería hablarle, pero no supe qué decir.
Después me dijo que le gustó como tartamudeaba de nervios la primera vez que me habló.
Que le fascina que hable bajito y que me de pena ordenar una hamburguesa en la cafetería de la escuela.
Que le da ternura mi pánico de preguntar por una dirección y que prefiera perderme hasta que encuentro el lugar.
Que le gusta como se me pierde la mirada y no puedo verla a la cara cuando hablo con ella.
De repente, ya no me sentía mal por eso.
A ella no pareció molestarle que no supiera hablar con las personas, que no supiera cómo pedir permiso para bajarme del autobús, que no pudiera dejar de estar nervioso.
"Me gustas porque hay cosas en tí que nadie más ve".No le molesta que le hable de la música que me gusta y le gusta que compartamos mis audífonos y que me guste hacer origami.
A ella le importan mis cosas.
A ella le gusta salir conmigo.
Un día me besó y me dijo que yo la hacía feliz.
La miré con los ojos vidriosos y mi risa nerviosa.
Yo también era feliz.
Me besó y yo era la persona más feliz del mundo.
Me dijo que yo era su persona y que era muy especial.
Yo le hice una gruya de papel.
Eso era divertido.
Era divertido estar con alguien y no sentirme nervioso con ella, aunque me sintiera así con el resto de la gente.
Era divertido cuando tomaba mi mano y corríamos por las fuentes danzantes del centro.
Era divertido cuando nos metíamos empapados a un Starbucks y yo no quería pedir nada, ni decirle mi nombre al cajero.
Era divertido ser tan indeciso y no saber qué pedir, era divertido que ella simulara ver al reloj y taconear mientras esperaba que decidiera.
De pronto, eso era divertido y no malo.
Nos reíamos. Juntos.
Era divertido ir a algún lugar y susurrarle al oído qué iba a pedir.
Era divertido cuando íbamos a McDonalds y ella ordenaba la comida y yo cargaba la charola y se me caían las cosas cuando me preguntaban si quería más sobres de catsup y ella me decía que no importaba, y nos reíamos, ella con su risa sincera y yo con mi risa nerviosa.
Eso era divertido.
Era.
Un día pareció perder la sonrisa franca.
Un día pareció que ya no era divertido.
Un día sus ojos empezaron a perderse cuando le hablaba.
Un día dejó de reirse conmigo.
Un día dejé de ser especial.
"Siempre hablas tan quedito...Quiero que hables más. Quiero que dejes de temblar. Ya no tires las cosas. Ya no puedes ser así. Quiero que cambies. ¿Que no puedes hablar de corrido? ¿Porqué nunca puedes decidir a dónde vamos? Es el metro, no te va a pasar nada. La gente no te va a comer, carajo... Esto no va a funcionar. Tu nunca me defenderías. No me siento segura contigo. Me da pena que te vean así. No me siento bien. Me da pena que nos vean. Me siento incómoda. Me da pena que me vean contigo. Yo ya no puedo".Ya no soy especial y estoy sentado en la banqueta.
Llueve y ya estaba lloviendo cuando llegué a sentarme en la banqueta de enfrente de su casa, estaba lloviendo cuando la vi llegar con un tipo que parece que nacio con la sonrisa puesta y ese porte de ser dueño del mundo y debe ser dueño del mundo porque le devolvió la risa sincera y los ojos brillantes que no me vieron porque me escondí detrás de un carro cuando los vi llegar.
Pero es que yo soy así.
Yo no tengo la culpa de no poder acercarme a decirle que todavía la quiero, no tengo la culpa de que ahora me de miedo hablarle, como a todo el mundo ni tengo la culpa de temblar de miedo y no de frío, de saber que seguro voy a tartamudear si me acerco y le digo que la quiero y que yo no tengo la culpa de nada.
Y como no tengo la culpa, sólo miro cómo me tiemblan las manos y me río con mi risa nerviosa, la única risa que tengo.
Me lloran los ojos y me río más.
Yo no tengo la culpa.
Hace frío y tengo hambre.
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