15 de julio de 2013

Piña.

De postre doña Juana me da un dulce de piña y me preocupo por no probarlo demasiado, no vaya a ser. Trivialidades, me preocupo por puras pinches trivialidades, así como antes sólo debía preocuparme por trivialidades, como si esta tarde o aquella ibas a ir al jazz y así saber si iba a imaginarte con ese outfit al cerrar los ojos, cosas como esperar a que salieras del jazz o te saltaras una clase en la pendeja escuela esa del politécnico a la que ibas y entonces marcarte y quedarnos hablando por horas, quizás tres o cuatro en intervalos de cinco minutos, sólo para tratar de averiguar que era lo que me tenía así contigo porque no eran los ojos verdes, ni tu risa sardónica, ni las tardes que pasábamos yendo de un lado a otro, quizá ni siquiera fueran los besos a la mitad del zócalo en las noches frías, ni los largos abrazos que los precedían, no, era otra cosa, talvez algo de lo que decías al otro lado del teléfono, quizás algo en tu manera de revelarme algún secreto, quizás lo que te callabas, quizás cuando me abrazabas y ya querías ponerte cursi pero tenías que conservar el status quo, quizás esas ganas de matarnos a besos cuando el frío calaba hasta los huesos y el zócalo estaba inundado y nosotros sufriendo por la ausencia de palomas y de besos y caricias en el rostro, quizás porque tu boca sabía a piña, quizás por los semáforos en verde, quizás por el metro y las piedras verdes de la facultad de ciencias, quizá por todo lo que pasó entre nosotros cuando éramos ninis y felices, todo cuanto pasó antes de ese puto Diciembre que vino a joderlo todo, o no sé, quizás si era por los besos a medio zócalo.

Diciembre 2010

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